jueves, 10 de marzo de 2016

SERGIO ARLANDIS


                              ORDEN

Pero no soy de los que recrudecen su rencor,
sino que guardo un corazón silencioso.
Salo de Mitilene

Alguna vez tuve aquel orden que tiene la vida en la boca de unos padres, con la lógica atada a los tobillos, y esa presunción de inocencia que persigue a quien no acaba de ser nunca libre cuando cierra un libro y no recuerda de qué color eran las letras que pronunciaba. Porque el instinto cumple su parte de sombra, rompe la escalera que asciende del provecho a la familia, de la mañana a la nómina o al séptimo día sin descanso. Entonces la luz no era una factura y el agua gestaba la tierra de las hortensias sin números en norias, que de tan pequeñas, no cabían en tu propia casa. Entonces aún había algún secreto escondido entre las cartas. Sólo tenía dos canales para enamorarme y a pesar de todo ello, aún no sé si Marco encontró a su madre, o qué anuncio me hizo danzar feliz al son de unos tambores de plástico, o si los veranos tienen un final tan triste mirando al mar y que un niño solloce en la orilla herido por las cenizas que las olas devuelven incorruptas. Pero rompí la tierra así: hice un mapa con las vidas que sólo tuve en el trastero de los ojos. Inútil― dicen― este salirse del camino con irreverente juventud, ahora que tienes el sujeto fragmentado, la indignación como sombrero, el pensamiento débil que tus abuelos barrocos desdibujaron en claroscuros. 
Te  queda el arte abstracto que rehaces cada mañana. Déjate de más preámbulos para seguir adornando el pasado, que ya no te sobra la muerte cuando cuentas de dos en dos las horas que pasarán, sin que las veas hiladas en los responsos que en la boca de tus padres aún siguen, siguen resonando, aunque ya no sean ciertos: este es el tiempo de las vírgenes desolladas, de las ternuras diáfanas de las letras, de las canciones que suenan a media asta, mientras Caronte no deja de preguntarse si mereció la pena cobrar sin IVA tanto viaje de niños que cruzan el olvido, sin saber que la infancia tiene un límite también para el feliz engaño que preserva su inocencia. Porque aprendes a sobrevivir entre alfileres― te dices―, porque aprendes a no sangrar siempre con el desvelo, a seguir creyendo en aquel orden que te suena como una canción de los ochenta.
Recuerdo que miré estas mismas palabras,
                              que las hice raíz entre mis grietas,
                                                       pero nunca fueron mías.
(Desorden, 2015)

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