martes, 22 de noviembre de 2016

ANTONIO CABRERA EN POOETAS EN EL ATENEO


UN CEREZO

                           A Vicente Gallego

Llegué hasta una ladera de bancales incultos
bajo el sol extenuado de la tarde.
Allí encontré un cerezo,
un pequeño cerezo que se erguía
sin labranza cercado por la nítida luz,
por esa claridad no trabajada
con la que mayo anuncia los crepúsculos.

No el blanco esplendoroso
sino un combate, una inquietud acaso,
crecía entre sus ramas:
el esfuerzo del fruto por ser fruto,
la tímida violencia de la maduración,
el ansia de alcanzar y consumirse.

El tiempo de la flor pronunció su alegato,
ya en olvido.
                      Un rojo humilde aún
dictaba una lección distinta: madurar
es concentrar despacio el azúcar que afirma,
cuyo arduo olor señala a lo posible.

Estuve contemplando su impasibilidad
y su modestia.
En ellas vi un cobijo para la decisión,
el ave que se posa en la raíz.

Una brisa muy leve lo tocaba,
y parecía un himno,
un canto inteligible en honor de lo denso.

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